domingo, 9 de marzo de 2014

Toscanini

La mente de Toscanini
Arturo Toscanini no quitaba los ojos de aquel pequeño violinista. Se encontraba a la salida de un restaurante de lujo. Una oleada constante de frío caía sobre el pequeño. Primero empezó por asombrarse de la resistencia infantil. Sin duda tendría mucha hambre para soportar ese frío inclemente. ¿A qué edad comienza un hombre a sentir estos climas desmedidos, estas fatalidades de la naturaleza, que no son sino las fatalidades de la vida?, se dijo. Y él mismo se respondió: No lo sé. Pero esta disciplina se paga. La vida se la cobra. Este muchacho será alguien el día de mañana.
Reconoció en el acto lo que aquel niño tocaba, bajo una tenue —extremadamente tenue— lluvia de nieve. Era un Capriccio de Joachim Raff. Los dedos infantiles brincaban sobre el diapasón. Los dedos llamaron la atención del más genial director italiano no sólo por su afinación y destreza sino por otra cosa. Se trataba de unos guantes sin dedos. Se los había confeccionado Teresa D’Alondra, quien tenía los oficios de la costura y la prostitución.
Porque materialmente era imposible sobrevivir con los ingresos de cualquiera de las dos actividades. Bajo el frío punzante de las heladas, no había cliente que le pidiera sus servicios a la señora Teresa D’Alondra.
  Vivía al día. Cada noche, antes de dormir, en compañía de su hijo Salvatore, contaba las escasas monedas que habían caído en sus manos; en gran parte provenientes de las camisas que les cambiaba el cuello o los puños para que no se vieran tan estropeadas, de los vestidos que alguna distraída dama mandaba ajustar de largo y cintura, o bien de no haber distraído de la zozobra y la congoja el alma de un hombre.
Para Salvatore, no pasaba inadvertida la rareza de esta situación. Cuando su madre contaba las monedas, él corría a meterse debajo de la cama para llorar. Lo hacía a escondidas. Sabía de sobra que su progenitora no debería verlo. Porque en ese momento las cosas se complicarían. Su madre se habría sentido terriblemente culpable de verlo sufrir. Pero a él se le ocurriría algo.
Y no pasó mucho tiempo.
Sí, él era violinista. Un aprendiz, pero su violín ya sonaba. Había estudiado con Francesco de Torrentero, quien de niño —50 años atrás—, había tomado un par de clases con Niccolo Paganini; un par de clases de las que se jactaba como si hubiera sido una carrera de años. En fin, el pequeño Salvatore había ido resolviendo los escollos de su instrumento paso a paso. No era todavía lo que se consideraba un magíster de su instrumento, pero sí —se dijo— alguien capaz de ganarse la vida con ese pedazo de madera de 79 piezas.
Fue el argumento para convencer a su madre. Déjeme que la ayude, le había dicho. Puedo tocar en las puertas de La Fontana, todos los días, de siete a diez de la noche, que es la hora en que se cierran las puertas. Como la gente espera su transporte, yo tocaré y conmoveré su corazón. Pondré mi sombrero a un lado mío, y me dejarán unas cuantas monedas. Déme la oportunidad de apoyarla, madre mía —dijo y se arrodilló ante ella, para que por fin aceptara—, déme la oportunidad de demostrarle que soy un hombre.
La señora Teresa D’Alondra se hundió en una suerte de incertidumbre. No sabía qué actitud tomar. El mundo parecía venírsele encima. Hundió la cabeza en sus manos y se enjugó las lágrimas.
Intempestivamente, las notas de aquel violín penetraron sus oídos y la orillaron a tomar una decisión. Era una pieza de Chaikovski, interpretada por su hijo. La belleza de aquella obra echó por tierra la resistencia que le quedaba. Claro que estaba de acuerdo. Le tejería a su hijo unos guantes sin dedos para que pudiera tocar a su gusto, y de paso las manos no se le enfriaran.
Arturo Toscanini se le quedó mirando. Algo tenía ese joven que lo había sublimado. Estuvo a punto de decirle que se fuera con él, que le daría trabajo en la orquesta de Nueva York que él dirigía, pero se limitó a poner su tarjeta en el raído abrigo. “Búscame”, le dijo, “tengo los medios para ayudarte”. Se dio media vuelta y se marchó. Su carruaje lo estaba esperando.

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