lunes, 25 de noviembre de 2013

Charles Baudelaire





Donde sea fuera del mundo


La vida es un hospital donde cada enfermo está poseído por el deseo de cambiar de cama. Éste quisiera sufrir frente al calefactor, y aquél cree que mejoraría junto a la ventana.

Me parece que siempre estaría mejor allá, donde no estoy, y este problema de mudanza lo discuto sin cesar con mi alma.

"Dime, alma mía, pobre alma fría, ¿qué te parecería vivir en Lisboa? Allá debe hacer calor y te echarías al sol como una lagartija. Esta ciudad está a la orilla del agua; dicen que está hecha de mármol, y que la gente tiene tal odio por lo vege­tal que arranca los árboles. He aquí un paisaje a tu gusto: un paisaje con la luz y el mi­neral, ¡y el líquido para reflejarlos!"

Mi alma no responde.

"Ya que te gusta tanto el reposo, con el es­pectáculo del movimiento, ¿te gustaría vivir en Holanda, esa tierra prodigiosa? Tal vez te divertirías en esa región cuya imagen has admirado a menudo en los museos. ¿Qué te parecería Rotterdam, a ti que te gustan los paisajes con mástiles y las barcas atracadas al pie de las casas?"

Mi alma permanece muda.

"¿Quizá Batavia te complacería más? Ade­más allí encontraríamos el espíritu de Eu­ro­pa confundido con la belleza tropical."

Ni una palabra. —¿Habrá muerto mi alma?

"¿Habrás llegado a ese punto de parálisis en que no disfrutas sino tu malestar? Si es así, vayamos hacia los países que son la analogía de la Muerte. —¡Ya resolví el problema, pobre alma! Haremos nuestras maletas para Tornio. Vayamos aun más le­jos, al último rincón del Báltico; incluso más lejos de la vida, de ser po­si­­ble; ins­talé­monos en el polo. Allá el sol apenas roza la tierra obli­cuamen­te y las lentas sucesiones de la luz y la noche suprimen la variedad y aumentan la monotonía, esa mitad de la nada. Allá po­dremos tomar largos baños de tinieblas, mientras que, para di­vertir­nos, las auroras boreales nos enviarán de vez en cuando sus botones rosas, ¡como reflejos de fuegos artificiales del Infierno!"

Al fin estalla mi alma, y sabia­men­te me grita: "¡Donde sea!, ¡don­de sea!, ¡con tal que sea fuera de este mundo!"

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