sábado, 19 de enero de 2013

Matilde Zapata



 Escrito por  J.R. Sáinz Viadero 

Al amenecer del 28 de mayo de 1938 era fusilada frente a las tapias del cementerio santanderino de Ciriego la periodista Matilde Zapata Borrego, la propietaria del diario izquierdista ‘La Región’, un rotativo que había sido definitivamente prohibido una vez que las fuerzas sublevadas entraron en la capital de la entonces denominada provincia de Santander.
Con la consecución de este asesinato legalizado por la justicia franquista se colocaban los primeros materiales para la forja de una leyenda que comenzaría a funcionar alrededor de la figura de una mujer que contaba con poco más de 30 años cuando fue conducida al piquete de ejecución, en compañía de seis varones que también habrían de perecer esa misma madrugada bajo el fuego de las descargas de fusilería.
Matilde Zapata figura como una más de las cuarenta mujeres que fueron condenadas a muerte y ejecutadas en Santander y Reinosa durante el periodo comprendido entre el mes de septiembre de 1937 y el año 1942. Sus edades oscilan entre los 18 y 69 años, y dos de ellas, debido a su avanzado estado de gravidez, hubieron de esperar hasta dar a luz para el cumplimiento de las sentencias. No fue la primera en cruzar obligada el umbral que separa la vida de la muerte, ni tampoco, como se puede comprobar, sería la última, puesto que todavía hasta mediados de los años 50 del siglo XX estuvieron funcionando en Santander los tribunales militares que dictaron la última pena a los prisioneros de ideología republicana, entre ellos a diversas mujeres.
La que sería conocida como La Pasionaria de la Montaña por su verbo encendido, pero también por su decidida defensa de los derechos de las mujeres desde la tribuna de su periódico, había vivido la caída del Frente Norte estando en el puerto de Gijón, cuando trataba de huir de la represión que se avecinaba ante la llegada de las tropas nacionales, intentando con otros miles de fugitivos hacerse un sitio en alguno de los barcos que todavía aguardaban a una población desesperada. Consiguió subir a bordo de uno, pero su mala suerte, como la de tantos otros fugitivos, quiso que la embarcación elegida fuera interceptado en alta mar por la Marina franquista, obligándola  a dirigirse al puerto gallego de El Ferrol, desde donde algún tiempo después sería enviada a Santander a la espera del correspondiente juicio.
Una vez fue internada en el Grupo Escolar Ramón Pelayo, situado muy cerca de la entonces nueva Prisión Provincial, allí se encontraba con centenares de otras mujeres que también aguardaban el incierto discurrir de sus propias vidas. Por ello, Matilde fue testigo de los sufrimientos padecidos por aquellas que habían visto primero como los hombres marchaban a los frentes de batalla, y después, como huían en desbandada, mientras ellas quedaban en la retaguardia y sujetas al rigor de unas leyes que se disponían a castigar cuanto tuviera alguna huella de signo republicano, sin distinguir de sexos, edades ni estados.

Mucho tuvo que vivir en aquella compañía y mucho fue lo que ayudó a que los ánimos no decayeran en mujeres sobre las cuales en su mayoría pesaban acusaciones bastante menores que las que ella arrostraba o, por lo menos, que no se habían significado tanto durante los años de República como Matilde lo había hecho a través de la prensa, de los mítines y de su condición de mujer y socialista, y de comunista ya durante los meses de guerra civil. Demasiada carga para una mujer tan joven, aún cuando estuviera acosumbrada al sufrimiento desde que el asesinato de su marido, el periodista Luciano Malumbres, por un pistolero falangista, la dejara viuda mes y medio antes de producirse la sublevación militar que conduciría al país entero al desastre y a ella a una tragedia personal. Tras las paredes de la escuela, como en los conventos de las Salesas o en las Oblatas, se hallaban bastantes jóvenes menores de edad cuya inexperiencia en casos como el que estaban padeciendo les hacía aparecer anodadas; algunas habrían de dar a luz en un colegio-modelo transoformado en prisión, y otras llegaron a las tapias del cementerio dejando a sus compañeras el fruto de un vientre recién vaciado.
El juicio, celebrado en el claustro del Instituto de Santa Clara no era más que una representación teatral de un drama del que ya se conocía el final escrito de antemano: dos penas de muerte, lo que hizo que la periodista hiciera gala de su sangre fría y dijera al fiscal solicitante que con una era suficiente y la otra podía guardársela por si algún día él la necesitaba. No arregló para nada la situación este alegato final; tampoco el final hubiera sido otro sin este alegato. Matilde estaba condenada, no de antemano, sino desde hacía bastantes años antes, por las fuerzas más reaccionarias de la ciudad, que solamente esperaban a que llegara el momento oportuno para pasarle la factura, con propina incluida.
Esta frase suya que pudieron escuchar las decenas de mujeres que acudían diariamente a los juicios para así solidarizarse con los presos que subían las escalinatas de un centro educativo, que la mayor parte de ellos –y de ellas- no habían llegado a conocer nunca, fue un eslabón más de la leyenda creada. El último lo constituyó la especie de que la pena de muerte dictada sería mediante la aplicación de garrote vil, un método que en aquellos tiempos contaba para su práctica con el viaje del verdugo de Burgos a la capital de la Montaña. No fue así, pero tal versión circularía años después por los campos de internamiento franceses, donde se hallaban recluidos centenares de miles de soldados republicanos que habían conseguido salir de España por la frontera poco antes de caer Cataluña en manos de los sublevados.
 
Las últimas horas de la condenada no transcurrieron en el Grupo Ramón Pelayo, donde durante semanas había repartido ánimos entre sus compañeras, sino en la celda de la Prisión Provincial, en la que se instalaba la capilla para los condenados a la pena capital. De aquellos momentos se han recogido algunos testimonios de parte de quienes vivieron la cercanía de las celdas, pudiendo escuchar los golpes y lamentos de los presos cuando recibían la visita de algunos falangistas que querían que los condenados no se fueran de este mundo sin llevarse en su cuerpo algún recuerdo de sus personales venganzas. Matilde salió con el pelo rapado al cero, aunque cubierta por un sombrero y vistiendo un abrigo que había recibido de su familia, y el último renglón de la incipiente leyenda asegura que la hicieron desfilar desnuda ante unos presos obligados a contemplar esta escena, mientras ellos bajaban los ojos en señal de respeto.
Después Ciriego: las descargas repartidas con unos hombres a los que no conocía de nada y con los que había de compartir sus últimos instantes. Y la fosa común utilizada para dar tierra a los que no creen en Dios ni tampoco en las leyes utilizadas como castigo para quienes se manifiestan contrarios a una visión totalitaria de la existencia. Allí estarán sus restos, junto a los de más de un millar de víctimas de una terrible represión efectuada en los primeros años triunfales de la victoria de las tropas sublevadas por Francisco Franco.

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